Hoy fui a caminar a la playa a olvidar unos recuerdos que, para mí, es una gran tormenta de espadas. Hoy en medio del sonoro intenso calor, seguí caminando, pensando y sintiendo la melancólica arena fundida a través de cada paso que daba. Hoy quería dar la espalda a la ciudad. Hoy, quiero que la arena me tragase para no enfrentar mis problemas. Hoy mis ojos, cuerpo y manos fríos arenosos, ojalá, se contagien con el calor de la playa. Hoy no quiero mirar  nada; sin embargo, de pronto, observé algo que captó mi atención: una sombrilla y una silla.

La sombrilla y la silla eran de color fresa con un sabor cansado, maltratado y muerto en medio de un clima volcánico. Estaban solos entre el mar y los edificios. Por un lado, la sombrilla estaba de  espaldas  al mar, como si nunca quisieran verla, ni recordar los buenos momentos que pasaron juntos, parecida a la misma actitud que me había llevado a la playa; por el otro, la silla miraba fijamente el mar.

 El palo de la sombrilla estaba en diagonal y era tan larga como el cuello de una jirafa, pero tan blanca y flaca como una fila de coca procesada buscando que alguien la respirara. Asimismo, observé dos divisiones en la sombrilla que estaban hundidas, más que las demás, que formaban un par de ojos con una mirada ácida, furiosa y tétrica hacia los pisos más altos de un edificio. Me puse de puntillas y puse mis dedos de hielo en la tela de la sombrilla. A causa de ello,  sentí una sensación caliente como el respirar de un dragón y tan duro como su armadura de escamas, pero mis dedos de iceberg no se derretían. Saqué rápidamente mis dedos y, por fin, miré hacia abajo. No me había dado cuenta que mis piernas gritaban y suplicaban que, por favor, me sentase.
Les hice caso y, al momento, que puse mi base en aquella silla sentí una brisa bailarina, alegre y jovial. Me sentí protegido y, comprendí, que la sombrilla era como un condón que te protege de un clima sedientamente caliente y de cualquier riesgo del exterior. Aunque no pareciera, la silla era ancha que parecía un portón echado, el plástico era un rojizo picante, suavemente como una pluma y sus extremidades abrazaban todo aquel que lo usara. A pesar que las heridas de la silla mostraba todo su organismo interno, no parecía rendirse y, más bien, seguía tan recto como el edificio de sus espaldas, como diciendo enfrento mi destino. Me vino muchas ideas en mi cabeza, pero lo más importante fue el contraste entre la sombrilla y la silla.


Por un momento me hizo olvidar mis problemas. Por un momento sentí que tenía un protector. Por un momento quise morir allí. Por un momento agradecí de estar en el sitio adecuado. Por un momento y para siempre, decidí ser como la silla y enfrentar mi destino.