Seguí caminando entre tantos carros, pasajes, escaleras, bajadas, ambulantes, turistas, y, al fin, lo vi: era la playa “Los Yuyos”. Seguí caminando, voltié a la derecha, crucé el puente, bajé las escaleras y me detuve ante un puesto a comprar agua. Lo agarré, abrí la tapa con tanta fuerza que hubiera abierto la caja más segura de un banco, seguido, absorbí la fuente de poder y estaba listo para ir a la playa que tanto me habían hablado. Seguí caminando, pasé entre un puente destruido que, supuestamente, está en construcción, pero ni siquiera yacía la presencia de una hormiga trabajadora. Mi mirada compareciente y mi mente caprichosa pensaron que el puente estaba más solo que el primer hombre que pisó la luna.

Había llegado a las 11 de una mañana gris. Había llegado a la playa “Los Yuyos”. Asimismo, olí, con más intensidad, un aroma salado con un degradé blanco, verde y azul. Me senté en una banca inquietante. Observé todo lo que había en frente. Había llegado a un lugar que me hacía sentir en medio de una discusión, por un lado, el mar suplicaba que no le arrojasen más desperdicios; por el otro, el bombardeo del claxon de los autos silenciaba las súplicas del mar. Los únicos que parecían estar cansados de tal hecho, eran los faros desesperados.

Cansado de tal bullicio, decidí caminar hasta el muelle. Pasé por la triste arena gris que estaba tan áspera como las piedras del muelle. Esquivé el muelle, baje por un lado, con unos cuidadosos pasos, y llegué a estar debajo de la vereda. Sus columnas eran de un color intensamente infernal, pasional y peligroso. Debajo de estas,  observé cuatro botellas de cervezas y un calzón. No quise pensar lo que había pasado ahí, pero el mar lo sabía y se avergonzaba tanto, que sus infinitas manos no golpeaban aquel lado pecador. 

Igual que el mar, me di la vuelta y subí al muelle. Las piedras de esta tenían la actitud de un  roba besos, que si no estabas atento a lo que hacías, te hacían besar su cuerpo. Sumado, a que las rocas parecían libros románticos, ya que contaban una historia de amor en cada una de ellas. El bullicio de los carros, ya no se escuchaban y tomó más presencia la brisa. Esta era frescamente caluroso que acariciaba mi rostro y envolvía todo mi cuerpo. Su sonido era un silbido suave que llenaba de felicidad a mis oídos. De pronto, escuché un silbido diferente: era de un ambulante. Su sonido era  bailable, y la combinación de los dos sonidos parecían de una banda sincronizada.


Estaba sentado en una piedra escribiendo estas líneas,  y, cuando me levanté, sentí que el mar me había dado ideas, sudor y mucho cansancio…